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Las competencias del traductor

By MarinaM | Published  09/12/2008 | Translation Theory | Recommendation:RateSecARateSecARateSecARateSecARateSecI
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Las competencias del traductor
Prof. y Trad. Marina Menéndez

La competencia lingüística, designación introducida por Noam Chomsky, hace referencia a la habilidad de los hablantes de una lengua para interpretar y producir textos. Consiste en el conocimiento de la semántica, la fonología, la sintaxis y el léxico de una lengua dada. En esta línea, conocer una lengua equivale a conocer las reglas que la rigen. Cabe destacar la importancia del léxico, componente de la gramática, como condensador de conceptos que constituyen la estructura cognitiva de los hablantes. Desde principios del siglo pasado lingüistas como Boas (1911), de quien procede el famoso ejemplo de los múltiples términos utilizados por los esquimales para designar la nieve, percibieron las complejas relaciones entre pensamiento, conceptos y lenguaje como expresión de éstos. En 1956, Benjamin Whorf, al analizar los diferentes procesos de pensamiento de los amerindios y los europeos sobre el tiempo, el espacio y los fenómenos naturales, concluyó que esas diferentes maneras de entender el mundo estaban reflejadas en el léxico (Hinkel, 1999).
La ausencia de isomorfismo léxico entre lenguas plantea el problema de la traducibilidad de los vacíos léxicos . Desde la psicología cognitiva, la importancia del léxico en la ontogénesis del pensamiento conceptual, propio de la mente adulta, fue estudiada por Vigotsky (1986). En el ámbito académico, se torna ineludible la estrecha vinculación entre el léxico y la disciplina (Giammatteo y Basualdo, 2003). En los diversos dominios de especialización, las unidades léxicas del lenguaje natural adquieren carácter terminológico debido a sus condicionamientos pragmáticos. La configuración semántica del léxico especializado refleja la estructura conceptual del dominio de especialización (Kuguel, 2004).
Desde que Hymes (1967, 1972) acuñó la designación competencia comunicativa en el seno de la corriente anglosajona de la etnografía del habla, los diversos modelos propuestos coinciden en que el conocimiento del código, es decir, la competencia lingüística, es necesario pero no suficiente. Se requiere el conocimiento y la habilidad para utilizar convenciones discursivas, sociolingüísticas, culturales y estratégicas. Decimos ‘convenciones’ porque surgen y son válidas en el marco de la comunidad en la que los textos están imbricados.
Con el devenir de la Lingüística Sistémico Funcional, (Halliday, entre otros) y la Lingüística Textual (Van Dijk, entre otros) hacia fines de los años setenta, la lengua se percibió en su funcionalidad comunicativa y en el marco de un contexto social. La unidad de análisis trascendió la oración y tomó al texto como unidad de significado. Se comprendió que la competencia lingüística resulta insuficiente para la comprensión y producción de textos. El usuario de una lengua debe poseer el conocimiento y la habilidad para comprender y utilizar los modos en que un texto despliega coherencia en el sentido y cohesión en la forma y se adapta a determinado esquema textual o superestructura.
Bachman (1990) propone la designación competencia organizativa, formada por la competencia gramatical y la competencia textual, para referirse al dominio de la estructura formal de una lengua, mientras que dentro de la competencia pragmática, ubica la competencia sociolingüística y la competencia ilocutiva. Ésta es la capacidad de organizar un texto según la finalidad comunicativa que se persiga. La referencia a la organización retórica de los textos enlaza con la noción de géneros (Bajtin 1982, Bhatia, 1993; Swales, 1989) ya que éstos se definen por el propósito comunicativo que los caracteriza. Las convenciones genéricas pueden depender de la cultura y no ser universales (Trosborg, 1997) por lo que los aspectos transculturales de la competencia textual de los traductores se vuelve esencial. Desde una perspectiva más amplia, la competencia textual presupone tres habilidades: formar, transformar y calificar textos (Charrolles, 1984). La habilidad transformadora supone, por ejemplo, la simplificación (resumen, síntesis, abstract) y la paráfrasis. La habilidad calificadora incluiría reconocer, interpretar y valorar (elaborar juicios sobre) distintos tipos de textos.
Dado que los textos no son entidades perdidas en el tiempo y el espacio sino hechos comunicativos situados socialmente, los usuarios de la lengua tienen también que considerar la adecuación semántica y formal de sus textos al contexto sociolingüístico. Éste incluye el status de los participantes, los objetivos de la interacción y las normas o convenciones de la interacción (Canale, 1983:7). Se debe evaluar hasta qué punto determinadas funciones comunicativas, actitudes e ideas, así como también la forma en que son textualizadas, son apropiadas en una situación dada. Registrar en una historia clínica que el paciente está “un poquito mejor que ayer” revelaría falta de competencia sociolingüística (Canale & Swain, 1980; Canale, 1983; Celce-Murcia, Dorngei y Turrell, 1995). El lenguaje es una “semiótica social” (Halliday, 1978:2), es decir, se lo interpreta “dentro de un contexto sociocultural en el que la cultura misma es interpretada en términos semióticos”.
Bourdieu (1980), en el marco de la sociología francesa, aportó la noción de mercado lingüístico en el que el discurso es un producto con valor, que depende del capital simbólico o lingüístico –competencia comunicativa- que posea su enunciador. En el ámbito educativo, nuestro lenguaje tiene un precio: la calificación (Bourdieu, 1990).
Saville-Troike (1982) considera que la competencia comunicativa, en tanto dominio de un sistema simbólico, debe pensarse como parte de la red de sistemas simbólicos que conforman la competencia cultural o enciclopédica. En los años 1920, Edward Sapir ya afirmaba que la lengua debe ser pensada como un fenómeno social y cultural porque describe y representa el modo en que sus hablantes construyen el mundo. Esta idea subyace la versión más radical de la hipótesis de Sapir- Whorf: pensamos “en función de las categorías y distinciones codificadas en la lengua” (Lyons, 1984:264). En tanto sistema simbólico, una lengua codifica la conceptualización de la realidad. Dado que el concepto de cultura es polisémico, tomamos la definición de Brunatti y Mendivil (2005:11): “podemos considerar la cultura como un conocimiento social adquirido, esto es, como una serie de prácticas simbólicas, normas y valores que singularizan a los grupos humanos y delimitan espacios de interacción social dotados de significados intersubjetivamente compartidos”. Los estudiantes de lenguas extranjeras deben tomar conciencia de las diferencias culturales ya que “constituyen la categoría más amplia de factores que influyen en la lectura en lengua extranjera/segunda lengua” (Richards, 1997:28, la traducción es mía). La enseñanza de lenguas extranjeras implica necesariamente la enseñanza, explícita o implícita, de la cultura de sus hablantes (Kramsch, 1991, 1993). El inglés presenta un desafío especial para los docentes dada la expansión imperial de esta lengua así como su actual fragmentación en varios englishes (lenguas inglesas). La idea de que existe una variedad standard de la cual los dialectos son desviaciones ha sido cuestionada en los últimos años . Colocar una variedad de lengua (póngase por caso el inglés británico o americano o el español peninsular) como norma, tal como se hizo hasta hace pocos años, refleja un paradigma etnocéntrico que la lingüística actual intenta superar. Favorecer el etnocentrismo o las diversas variedades de una lengua y sus correspondientes culturas es una elección que deben pensar todos los profesores de lenguas, aún aquellos que se aboquen a la enseñanza de español como lengua extranjera. En la traducción, el debate entre los métodos de extranjerización (mantener las referencias culturales del texto de origen) y domesticación (adaptar las referencias culturales a la cultura de llegada) evidencia la importancia de la competencia cultural en los traductores . Como afirma de Beaudegrande (1978:98), “… el traductor no sólo debe ser bilingüe, sino también completamente bicultural”. En la misma línea, Jenny Brumme (online) afirma que “ya no se entiende al traductor como un mero transmisor entre dos lenguas, sino como un especialista bi o multicultural que tiene que recrear, en una situación determinada, para una cultura meta, un texto impregnado por una cultura de origen”. Eugene Nida (1982), pionero del abordaje sociolingüístico y defensor de la domesticación, sostiene que la traducción excede lo meramente lingüístico y la sitúa dentro del ámbito de la semiótica antropológica. Lawrence Venutti (1995:19) define la traducción como “práctica político-cultural que construye o critica identidades ideológicamente marcadas para culturas extranjeras y que afirma o transgrede valores discursivos y limitaciones institucionales en la cultura de la lengua de llegada” (la traducción es mía). Venutti, defensor de la extranjerización, postula la traducción como “locus de la diferencia” (op. cit., p. 42) y arguye que la domesticación, dominante en la tradición anglo-americana, ejerce una “violencia etnocéntrica” sobre el texto fuente, disfrazando de equivalencia semántica lo que en realidad constituye una diferencia que la traducción debería mantener (op. cit., p. 21). Esta violencia etnocéntrica implica una práctica de “dominación y exclusión cultural” (op. cit., p. 40) al ser funcional a la hegemonía de la cultura anglo-americana.
El marxismo relacionó la cultura no sólo con el concepto gramsciano de hegemonía sino también con el de ideología y entendió ésta como representación distorsionada de lo real que resulta funcional a las culturas hegemónicas (García Canclini, 1981). El relativismo cultural, como antagonista del etnocentrismo, demuestra la arbitrariedad de toda cultura. Para ponerlo en palabras cotidianas, todo depende del cristal con que se mira. Y esos cristales serían la cultura y las ideologías que la conforman. La competencia ideológica es la que posibilita acceder a una lectura crítica, es decir, desentrañar a través de qué cristales están observadas las ideas de un texto. Dallera (1986:9) define la ideología como la designación de “cualquier sistema de pensamiento de carácter filosófico-práctico situado a un nivel más elevado que el de las ciencias. Representa una ‘cosmovisión’ a través de la cual se interpretan el mundo, la realidad, la persona humana, las relaciones económico-sociales, e incluso las relaciones trascendentales del hombre con Dios”. Con respecto a la manera en que se expresa en los mensajes, aclara que “En el mensaje enunciado, tenemos, ante todo, lo dicho explícitamente (los enunciados) y de ellos se va pasando a las ‘representaciones’ o estructuras de conceptos, hasta llegar a la estructura profunda o ideología”. Kerbrat-Orechioni (1986:26), en su reformulación del esquema de la comunicación de Jackobson, introduce la competencia ideológica como “el conjunto de sistemas de interpretación y de evaluación del universo referencial”. Van Dijk (1995) aboga por análisis sociocultural del discurso en cuatro dimensiones fundamentales: acción, contexto, poder e ideología. Ésta funcionaría como aglutinante de los miembros de grupos y coordinaría pues las prácticas sociales. De este modo estaría asociada al concepto de órdenes del discurso de Foucault (1980) en tanto configuraciones de prácticas discursivas propias de determinadas instituciones y moldeadas ideológicamente por los grupos dominantes. El análisis de la relación orgánica entre ideología y discurso, con gran injerencia de la teoría marxista, surge en los sesenta con el análisis automático del discurso . Foucault también señala que los discursos conllevan poder y conocimiento y que los sistemas educativos sirven para perpetuar o modificar esos discursos. La “verdad” se construye en el discurso científico y en las instituciones que lo producen (Kachru, 1999:82). En esta idea se basa Flower (1990:10) al incluir dentro de los sistemas culturales el educativo y argumentar que éste, al seleccionar ciertos contenidos y métodos, expresa la ideología de la sociedad.
Cabe señalar que la cultura no sólo se expresa a través de la ideología que transmiten, explícita o subrepticiamente, los textos sino también en las formas preferidas de organización del discurso. Los tipos y organizaciones del discurso en diferentes culturas han sido estudiados por la retórica contrastiva a partir de un trabajo seminal de Kaplan (1987), luego revisitado por el autor en 1987. Richards (1997: 32), por ejemplo, destaca “la impaciencia de los estudiantes estadounidenses con los ensayos teóricos y abstractos de autores franceses” . Por tanto, la competencia textual/discursiva forma parte de la competencia cultural.
Cuando los hablantes no poseen o no utilizan correctamente alguna de las competencias mencionadas surgen problemas en la interpretación. Para subsanar esas deficiencias, el lector recurre a estrategias de compensación que conforman la competencia estratégica.


Notas

i Para el problema de traducibilidad de los vacíos léxicos ver, por ejemplo, “Imbricación y difusión cultural y traducibilidad”, en Lyons (1894).
ii Para un análisis de la aplicación de estos métodos y sus consecuencias en las traducciones argentinas de textos literarios ver Wilson, P (2004)
iii Esta hegemonía se hace patente al comparar el volumen de textos traducidos de y al inglés que Venutti ejemplifica, por ejemplo, con los 22,724 libros traducidos del inglés en oposición a los 839 del español en 1984.
iv Ver, por ejemplo, Arnoux, E. y col. (1986); Bentivegna, D. (1997); Bolinger, D. (1980); Fairclough, N (1989); Pecheux, M. (1978); Verón, E. (1987); Voloshinov, V. (1976); Williams, R. (1980)
v Para el análisis de variación cultural de los diferentes esquemas cognoscitivos de formato, ver Carrell (1983)



Bibliografía citada


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Bajtín, M. M. (1982). Estética de la creación verbal. México. Siglo XXI
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